lunes, 24 de enero de 2011

USLAR PIETRI Y LA IDEA DE AMERICA
    Autor:  Rafael Castro Pereda
Los cafés de París llevan grabados sobre sus mesas al aire libre los innumerables nombres de América, de ese continente insólito de presencias escandalosas y notables ausencias. En las tertulias parisinas lo americano es una larga pescadilla que se muerde la cola; vuelve una y otra vez sobre sí como esos eternos retornos con que se explica el mundo la sabiduría oriental. Primero fueron los europeos imaginando nativos dichosos, buenos salvajes en un paraíso terrenal sin mayores preocupaciones que su feliz convivencia con la naturaleza. A esa imagen mítica siguieron las superposiciones culturales, las modas importadas que se adoptaban e imitaban en nuestros países y de las que nuestros intelectuales quisieron sacudirse un día.
Pero los cantos nacionalistas, las gestas heroicas, las voces autóctonas que resonaron de una punta a otra del continente que habla español, no impidieron que París, con sus cafés al aire libre, continuara siendo, de algún modo y por  mucho tiempo, la meca.
Sobre sus mesas seguían grabándose mil nombres para designar lo americano. En una de aquellas mesas soñaron sus patrias, vivieron sus nostalgias, se preguntaron por lo americano tres criollos que se decidieron a dejar de pensar en francés. Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Arturo Uslar Pietri, que en aquellas tertulias descubrieron que la travesía atlántica a la meca de la cultura no los separaba un ápice del Nuevo Mundo, nacieron a una nueva forma de exponer lo americano, a un nuevo lenguaje que en el cubano se llamó "lo real maravilloso" y en el venezolano "realismo mágico". Aquella triste conclusión del peruano Luis Alberto Sánchez, "América, novela sin novelistas", llegaba a su fin en las juveniles conciencias y en la otra posterior de los tres criollos. A América la comenzaron a nombrar los americanos.
Único sobreviviente de aquella mesa, Arturo Uslar Pietri evoca la memoria de sus contertulios de París. Una figura de mediana estatura que da la apariencia de ser mucho mayor se resume, contrae y expande en dos manos anchas, puntiagudas, que hablan su propio lenguaje, acostumbradas quizás a la disciplina que les impone el escritor. El invierno que apaciblemente va peinando sus cabellos no ha restado vigor al timbre de su voz, y el rostro, redondo y pronunciado, se agiliza y alumbra con una mirada obstinadamente azul.
También el autor de Las lanzas coloradas y La isla de Róbinson, es de esa horrnada de forjadores de la personalidad americana, como lo reconoce Anita Arroyo en su América en la literatura. También es Uslar de ese grupo de en­sayistas originales, de prosa clara y precisa, al que pertenecen Alfonso Re­yes, Henriquez Ureña, Octavio Paz y Picón Salas, buceadores de nuestra historia interna.
Conservador o no, inclinado a soluciones políticas más hacia la derecha que hacia la izquierda, pero maestro en el idioma, precursor en la literatura, periodista prolífero y consecuente, Arturo Uslar Pietri ejerce imperturbable, por derecho propio, su magisterio en la tarea no siempre grata de esclarecer los elementos que constituyen lo hispanoamericano.
"El nombre de América —nos dice cuando le preguntamos sobre los innumerables nombres del continente— es muy tardío, los españoles lo apli­caron tarde, en el siglo 18 porque hasta entonces se llamó las Indias Occi­dentales. Además, la verdad, lo que llamamos el mundo americano no fue nunca colonia. Este nuevo concepto surge en el siglo 18, calcado de un fenó­meno que pertenece a otros imperios como el inglés. Ni siquiera existía, en un sentido moderno, una nación española hasta esa época. Había un rey, y rey personalmente, de reinos en España y en América. De ahí todos esos fueros de la Península. La prueba de que América no mantuvo una relación de colonia, está en la existencia del Consejo de Indias. Era este el único or­ganismo autorizado para entender en los asuntos americanos. Si hubiese exis­tido un concepto de metrópolis, los asuntos americanos se habrían subordi­nado a un mecanismo ministerial natural como en los estados modernos, pero existía una prohibición clara y determinante que impedía a cualquier otro consejo o ministerio inmiscuirse en el gobierno de América. El Consejo de Indias respondía exclusivamente al Rey".
"Esto es importante —añade— porque los libertadores tuvieron el fe­nómeno en cuenta. En 1810, en Venezuela, lo que se hace es deponer al go­bernador y tomar el gobierno de las provincias en nombre del rey legítimo bajo el argumento de que los venezolanos eran subditos de Fernando VII, cuyo trono había usurpado Napoleón, colocando a la fuerza a su hermano José. No había vínculo colonial, porque de lo contrario sólo hubiese ocurrido un cambio de gobierno.
"Pero al romperse la línea que sujetaba los reinos americanos a la Coro­na española, los americanos tenían derecho a desvincularse del usurpador. Luego viene la independencia absoluta porque el proceso es irreversible".
¿Tiene entonces la lucha de independencia de los pueblos americanos un carácter de guerra civil igual que ocurrió en España entre liberales y con­servadores?  El autor de Lo criollo en la literatura no vacila en contestar que sí,

invocando el estudio histórico del venezolano Vallenilla Lanz en su libro Cesarismo democrático, publicado en su primera edición en 1919 y recientemente objeto de un renovado interés en Venezuela. En él se analiza la guerra de independencia y el proceso político-social que desencadena, hasta llegar a la conclusión el autor de que fue, en realidad, un capítulo de la guerra carlista española en la que se enfrentaron liberales y conservadores. "Piense usted en el hecho —advierte Uslar— de que el ejército español en Venezuela era de 20,000 hombres. Que la guerra durara quince años sólo se explica por el hecho de que junto a los españoles pelearon venezolanos contra venezola­nos. Tan fue un capítulo de la guerra civil española del siglo 18 que Bolívar no quería destruir la unidad hispana. Sus generales no se explicaban que una vez obtenida la victoria en Venezuela, el Libertador quisiera marchar al Perú y luego a la Argentina. Ellos no entendían aquello porque les bastaba su par­cela de poder, caudillos como eran. En cambio, Bolívar no sólo deseaba li­bertar todo América, incluyendo las Antillas, sino que una vez vencido el gobierno conservador en este lado del Atlántico, pretendía organizar un gran ejército para embarcarlo hacia España, derrotar a los conservadores y entre­gar el gobierno peninsular a los liberales".
La retórica nacionalista, con toda la mitología que le acompaña, inclu­yendo odios y rencores anclados en el pasado, encuentra su raíz en lo que Uslar Pietri llama "el esfuerzo desesperado" de los prohombres de la inde­pendencia por crear un sentimiento nacional entre las masas que ellos no tenían ni del que eran partidarios a ultranza. Del mismo modo, las tesis del imperialismo español opresor y la América oprimida son secuela para el es­critor venezolano de una moda del siglo 19. "Marx no conocía el imperio español, esos conceptos se calcan de realidades de un fenómeno posterior como fue el imperialismo de Inglaterra".
En La isla de Róbinson, Uslar se enfrenta al problema del ser latinoameri­cano en la figura de Servando Teresa de Mier, independentista que se en­cuentra ante el gran problema de combatir los títulos de España en Améri­ca, entre ellos el más poderoso: la paternidad del catolicismo. Se inventa entonces el mito de Quetxalcoatl, en quien ve a Santo Tomás de Aquino trans­figurado trayendo el catolicismo a suelo americano. Mito con el cual despo­jaba a España de ese título y, de paso, fabulaba la historia del continente.
Al advertírsele que sus tesis se apartan de las interpretaciones históricas y políticas que predominan entre los intelectuales hispanoamericanos, Uslar se incorpora en su silla (hablamos en una habitación de un hotel de San Juan) y contesta decidido "uno de los errores es creer que hay algo que conocemos definitivamente, existe una experiencia vital que indudablemente sentimos como conocimiento, pero, en verdad, sólo podemos hablar de aproximacio­nes a la realidad. Fíjese usted, descubrir equivale a lo mismo que inventar, un invento es un hallazgo, con todo el sentido jurídico que este concepto tiene en los códigos de todos los países. ¿Tenemos catalogada la realidad? Yo creo que no. Cuando los españoles llegaron a América no hicieron sino echar mano de la metáfora para designar las cosas nuevas. Encontraron una fruta sabrosa que se le pareció al piñón del árbol de pino y la llamaron piña, una verdadera trasposición".
América es, en ese sentido, una realidad en gestación. Los múltiples nom­bres con que se la designa, algunos de ellos por razones políticas: Hispanoa­mérica, Latinoamérica, Indoamérica forman parte de esa marcha histórica. Detrás de ellos se ocultan intenciones de todo tipo, sentimientos anti españo­les, de rechazo al negro, al indio o viceversa. Del nombre de América, expli­ca, se han apoderado los Estados Unidos, el único gran país que no tiene nombre porque las trece colonias lo único que hicieron fue designar un fenó­meno político como lo fue la unión de unos estados americanos.
"Nos han quitado el nombre y como hay que ponerle un nombre a esa otra América a la que se lo han arrebatado, surgen los apellidos de hispanoa­mericano o indoamericano. Ese último, un disparate que falsifica la historia, porque sin europeos ni españoles no hay América. Otros dan énfasis a lo afri­cano y ahí tiene usted el rompecabezas, cuando el único nombre debe ser América".
¿Lo de la "hispanidad" no arrastra una carga negativa como para que se continúe utilizando? No para Uslar Pietri, quien ve en prescindir de su uso, sólo porque lo usó Franco, una mengua.
"Es como negarse a usar corbatas porque las usó algún tirano", comen­ta con una colosal sonrisa.
Entusiasmado porque le invito a explicar su concepción del mestizaje como lo típicamente americano se incorpora y dice: "Para los europeos, mes­tizaje es el de sangre mezclada, es lo híbrido. Es una cosa tan grave que en inglés no existe el término, sino lo que ellos llaman 'mix blood', sangre mez­clada. Para nosotros, mestizaje es otra cosa. Yo soy un mestizo cultural, no porque tengo sangres mezcladas. Aunque no tenga una gota de sangre india o negra lo soy en lo que importa, en lo que nos hace hombres, en la cultura. Es decir, espiritualmente, yo soy un mestizo. En ello está la gran realidad y la riqueza americanas".
Uslar ve en el siglo XX el siglo de la conciencia del mestizaje en Améri­ca. "Antes —explica— nos parecía que eso nos degradaba, queríamos pasar por europeos, disimulábamos nuestra realidad. De ahí todos esos calcos de las modas literarias europeas, especialmente las francesas. Por otra parte, la historia cultural de América se ha estudiado superficialmente a través de mi­tos europeos. Cuando se piensa en la presencia del negro en nuestros países, nada se dice de la pedagogía negra. Sin embargo, durante casi tres siglos los hijos de españoles y criollos estuvieron al cuidado de esclavas-negras analfa­betas. Las ayas eran mujeres con cultura negra y no podían transmitir a los niños otra cultura que la suya. Ahí está el mestizaje espiritual nuestro. Ellas nos transmitieron su tradición oral, su ritmo, sus mitos, sus leyendas y todo eso quedó en el fondo. Bolívar, por ejemplo, que perdió a sus padres a muy temprana edad, es criado por la negra Hipólita a la que él llama en sus car­tas mi madre Hipólita".
Las implicaciones son tremendas, porque si esta realidad sobre la que el novelista llama la atención es una de esas ausencias notables en los estu­dios y teorías con que se aborda el ser hispanoamericano, su vigencia hace de la historia de América algo más que la historia de una cultura de mulatos oprimidos y blancos opresores, una historia entretegida con unos hilos inter­nos, subterráneos con los que se ha hilvanado algo más complicado que un mundo explicable sólo con fórmulas económicas y dogmas políticos.
Le pregunto si este continente, con tantos problemas, subdesarrollo, vio­lencia, dictaduras, tiene futuro. Asume momentáneamente un aspecto de op­timista sorprendido y responde con un "sí, tiene salida". Tiene grandes sali­das, reitera. "América", dice, "es el único puente natural entre el llamado Tercer Mundo y el mundo postindustrializado, porque somos los únicos que pertenecemos a la cultura occidental. El resto del Tercer Mundo la tiene su­perpuesta, pero nosotros somos parte de ella, aun con nuestro subdesarrollo. Somos el puente válido para discutir y superar el enfrentamiento Norte-Sur. Es un destino importante si lo sabemos jugar. Bolívar está muy vigente en este sentido. La independencia para él no fue un fin, sino un instrumento. Claro que le costó mucho más de lo que él imaginó porque hay procesos que son irreversibles. Le costó una guerra de quince años, el caudillismo que pa­dece América, la destrucción, las patriecitas... Él quería integrar la América hispana para concretar una presencia común frente al mundo, un destino, al menos similar, al de los Estados Unidos. En el Congreso de Panamá habla de un nuevo equilibrio en el Universo, hoy eso se llama el nuevo orden social y económico que se está peleando en la ONU. No se trata, en Bolívar, de un gran estado como Estados Unidos, pero sí de una nación de repúblicas, respetando los países, pero estableciendo acuerdos".
¿No es un sueño algo ingenuo en nuestros días, en una América de na­cionalismos extremos? Hay obstáculos, reconoce el escritor, pero advierte la presencia de una conciencia de la gravedad de los problemas que sufre todo el continente, conciencia que no había hace cuarenta años. Y con un opti­mismo que muchos hispanoamericanos pondrían en cuarentena, tiende la mirada allende el Caribe, evoca a la Argentina, a Venezuela, a Ecuador... "Estamos presenciando una nueva etapa democrática".
Como aquellas conversaciones en las mesas de los cafés de París que pu­sieron término a la célebre conclusión del crítico peruano, América, novela sin novelistas, la esperanzada conclusión de Uslar algún día será confirmada o negada por la Historia.
España en América (1985)

No hay comentarios:

Publicar un comentario